jueves, 16 de junio de 2016

De niños impertinentes e impacientes


Cuando pongo los desconocidos se enteran que me dedico a la enseñanza, aparte de quedarse un poco boquiabiertos (¿creerán que me dedico al yoga o a la cría de crustáceos?), generalmente se compadecen de un servidor. Tras el “mire usté”, el “¡Qué mal está la docencia!”, el “¿Los niños de ahora? ¡In-su-fri-bles!”, y unas cuántas exclamaciones más, yo sonrío, le quito hierro al asunto y digo que no es para tanto (tengo un callo en el cerebro que me permite trabajar con adolescentes desde una cercanía prudente que no me afecta durante el resto del día).
Luego están los que me conocen de verdad, esos que se ríen a sabiendas de que a los jóvenes y a un servidor nos separa el canto de un duro, y que un encontronazo entre ambas facciones puede ser fatídico, capaz de desatar una guerra nuclear... Así que, mejor llevarnos bien. Piano. Pero, ¿cómo hacerlo?...


Tras más de una década en esto, he llegado a la conclusión de que mis alumnos quieren que se les trate como a personas (lo que son), con problemas reales (que otra diva te haga sombra o que te deje de hablar tu mejor amigo, es de vital importancia para cualquiera, independientemente de la fecha de nacimiento que ostente en el D.N.I.) y desde la sinceridad (no soy partidario de hablarles como a los animales de compañía). Hay que entenderlos y ponerse en su lugar, sobre todo por la repercusión que eso tiene a la hora de clase. Y si no lo haces: agárrate los machos.


Aparte de las faltas de respeto -todos las llevamos mal, sobre todo si denotan mal gusto- y la ausencia de filtro (Denoten que no es algo exclusivo de la juventud... En el mundo de los adultos también hay mucho gilipollas y nadie dice na'...), la única cosa que me saca de quicio a la hora de interaccionar con mis alumnos es la impertinencia... Cuando un alumno toma como modus operandi el repetir tu nombre unas sesenta y dos veces a lo largo de los cincuenta minutos que dura una clase, interrumpirte para hacer comentarios estúpidos, contestar de manera insolente y poco acertada, dar buena cuenta de lo sabio e instruido que es y un largo etcétera de comportamientos más, me dan ganas de darle en la cepa de la oreja como a los conejos y despabilarlos de una.


Si no me entienden, les ilustro: es como cuando un padre quiere leerle un cuento a sus hijos y, sin saber por qué extraña razón, es imposible hacerlo. Ponen pegas, se adelantan, no escuchan, están inquietos por conocer el final... Vamos, como la protagonista de ¡No imterrumpas, Kika!, un libro de David Ezra Stein (editorial Juventud) muy simpático, que tiene sus años y muy conocido en el mundillo paterno, que nos habla de chicos nerviosos, impacientes y lectores. Si le echan un vistazo, quizá encuentren cierto parecido con alguno de sus hijos (o alumnos, como en mi caso), o quizá también hallen la fórmula para paliar tanta ansia viva. Luego me cuentan...


1 comentario:

C de cuentos dijo...

No me extraña nada que te lleves bien con tus alumnos pues tienes la habilidad de provocar la curiosidad que, según mi opinión, es una de las fuentes del aprendizaje. Voy volando a buscar este libro...